viernes, 22 de febrero de 2013

Juventud divino tesoro


Si llevo los cascos no oigo las risas cantarinas de un adolescente que se finge gallo peleón. Galantes en el parque, ebrios como si todo acabara mañana, danzan buscando la excelsis de aquel subidón. Las niñas bonitas me dicen que si las quiero, pelee por ellas, me acobardo como el vagabundo al que ladra el perro.

Retraimiento.

Hijos de la ciudad, conoceis el sabor del asfalto. Os late el corazón como un reloj. Sois alérgicos al polen, al polvo y al pelo de gato. Aborrecéis a los insectos, a los pájaros también. Lleváis a los animales limpios y perfumados, atados con una correa, recogéis su mierda y cuidáis de su alimentación.

Os perdeis por las calles con la mirada velada por las gafas de sol ¿Teméis la luz? Puede, por eso os movéis por las galerías subterráneas, corriendo sin descanso, ignorantes del pie amenazador que planea sobre nuetras existencias eficientes y bien organizadas.

Los hijos de la civilización empachan sus sentidos esquivando la humanidad.


Confesiones al amor de la poco poética cerveza.

Al carácter dubitativo e indeciso que llevo profesando tantos años, he venido a añadir una cruel sinceridad que tampoco me lleva a la acción. Interrogo a mi alma sin piedad, hasta quedar exhaustos ambos. Entonces la abandono de nuevo en su celda, sin haber obtenido respuesta.
Cansado del oficio de torturador, salgo de los muros que me cercan para volver a trillar los mismos senderos acotados, levantando polvo y pateando piedras.
Una vez rotos los diques y las menguadas fronteras a partir de los que construí mi vida, el mundo me viene grande. Alzo la vista al sol del ocaso y me digo: quise ser valiente aunque me supiera cobarde.

Metáforas de la vida que dejo incompleta.

Erguido ante la naturaleza, el viento me fustigaba despiadado y silbaba rabioso al colarse entre las grietas del mundo. Busqué la paz a trompicones por el barro, la bahía estaba desierta. Cuando ya estaba por rendirme, un guiño del destino me libró de la carga que arrastraba. Alcé los brazos al cielo gritando: nada importa en verdad, estamos solos.
Canté, reí y bailé como un loco, mostrando los dientes a las estrellas, hasta que inconsciente y agotado, miré a mi alrededor y descubrí que una cloaca a mi lado vomitaba aguas fecales ¡luché contra un aire de mierda y creí que vencía!

Asomado al abismo del ser

En el accidentado paisaje de mi conciencia hay barrancos profundos y árboles de ramas retorcidas. Huele mal y las tormentas son frecuentes. A veces grandes rocas se despeñan con un estruendo que resuena por los valles.
En las soledades atormentadas de estos bosques, pululan perros cimarrones de hocico húmedo, que gruñen y me siguen vigilantes. Hay también alimañas que se esconden entre la maleza y adivino sus ojillos espiándome desde las sombras. Los pájaros negros que me sobrevuelan, se posan alrededor y graznan entre sí, soñándome cadáver.
Andando solo por estos caminos tortuosos, me parece sentir el aliento frío en la nuca. Para infundirme valor me pongo a cantar: voy en busca de un león...
No quiero tener miedo, no quiero volver a perder la esperanza. Quiero saltar al abismo con fe en que saldré triunfante.

Así llegué, silbando y cantando, a la boca de la caverna, entrada al curso subterráneo de mis pasiones. Confiando en salir indemne me adentré en el inconsciente, alumbrado por la tenue luz del entendimiento para sondear las profundidades. Avancé a tientas por aquellas galerías, palpando y tropezando. Una vez perdido el rayo de esperanza que había de guiarme fuera, noté que poco a poco mis ojos se iban acostumbrado a las tinieblas.

Los fantasmas que pueblan las oscuras bodegas del ser bisbean palabras escabrosas que amenazan con volverle a uno loco. Sus caricias lascivas parecen llenas de culpa. Excitan los instintos prometiendo una felicidad animal. En un fugaz destello de iluminación, recordé la luz del sol, quise alimentar mi espíritu y saciar la sed que hasta entonces había calmado lamiendo las paredes húmedas.

Decidí salir de aquel sótano. Fuera salía el sol así que, olvidando la melancolía, bailé con una mujer de ojos celestes como el cielo en un día despejado.

Pasé aquella larga noche insomne, dando vueltas lleno de sudor, ulcerando el labio hasta despertar agotado de tan absurda batalla, fortalecido sin embargo tras el enfrentamiento. Aunque a veces dudo si no sigo encerrado dentro de la cueva de Montesinos.

Vindicación y apología

Ha caído la máscara, estamos desnudos, no tenemos corona pero yo estoy satisfecho. Mi cuerpo no es una máquina perfecta, ni un templo sagrado. Mi cuerpo es un camino y es un campo, donde se crían flora y fauna que viven de mi y me hacen vivir. Soy el Dios de mis células, por eso espero que sigan las normas y no se vuelvan tumorales. Soy un ecosistema y no debería envenenarme con malos hábitos. No soy una estatua de bronce que ni siente ni padece. Tengo miedos, sueños y emociones. Soy un animal domesticado y me gusta sacar de paseo al perro que llevo dentro.
El animal es primario. El estómago dicta su estado de ánimo, el entendimiento es el coño y la polla, porque entre los pliegues se esconde un placer indecible, que va desde la médula hasta el hipotálamo. Los cuerpos se frotan, penetran y fecundan. Compartiendo flujos y saliva procreamos nuevas masas de carne, cobijadas en la tripa, liberadas al mundo para ser libres y felices. La vida es un milagro y hemos de celebrarlo.

Pero quisimos ser libres y lo arrasamos todo en el intento.

IV

Nunca seremos estatuas de bronce. Tenemos pelo, uñas y carne. La carne que crece, envejece y cuelga. La carne otrora tersa, ahora se hincha, se arruga y se hiere. Nos cuidamos. Alimentamos, lavamos y tapamos los cuerpos que se buscan, sudan y sangran. Somos tendones, músculos y partes cavernosas.
Las lenguas lamen e identifican sabores para nosotros. Las manos palpan, recorriendo cuerpos hasta donde llega el brazo, acariciando superficies, detectando frío, suavidad o aspereza. Los ojos humedecidos miran por nosotros, nos reflejan tristes con ojeras o sonríen, fugaz destello como la pareja enamorada. Los orejas enfocan los oídos y perciben un sinfin de sonidos, de pájaros que cantan, de zumbidos y runruns.

III

He andado hasta encontrarte. Ahora he comido golosina de tus labios. Creí que eramos sólo blanda carne, más débil que la piedra, para entregar a la tierra como merienda de gusanos. Una criatura tan apegada a la vida como la llama agonizante que busca oxígeno en el cuello de una botella. Contigo me siento en casa. Ya no quiero dormir y no despertar, quiero compartir contigo el mundo.

II

Pasaba los días buscándote, perdido en un baile de máscaras, sin saber quién era quién. Quise escapar de la masa para encontrar mi papel. Con mirada torva desde el rincón, busqué correspondencia, como un Hamlet retraído. Sentado en mi propia calavera, me entretuve en arrojar piedras al pozo de mi ser, hasta cegarlo.
Pero el tumulto me atraía, arrastrándome al bullicio y finalmente, me abandoné sin meditar dejando atrás el agua estancada. Durante mucho tiempo hablé, reí y bebí sin medida. Busqué y celebré la vida, lamentando tan sólo no poder encontrar una alternativa al trabajo.
Formé parte del mundo y dancé al compás del ritmo de la música que generamos con nuestros pasos. Ya no observaba desde una atalaya inestable, temeroso de caer e incapaz de abarcarlo todo con la mirada. No era el cóndor que amaba de pequeño. Trabajé y me divertí, busqué, amé y lloré. Caminé sin destino y a veces por soberbia, me perdía pensando que era especial. Ahora he comido el tuétano tras roer los huesos de la vida y quiero apurar el cáliz de la vida hasta las heces.

I

En la isla de Circe, ya no reconozco a mis compañeros que, encorvados, hociquean por el suelo.
Sólo Ulises permanece altivo y sereno.
Gloria a ti, oh héroe, que no te ufanas en los instintos como un cerdo.
Para ti el hogar y también la esposa fiel. Alcanzarás la fama fiado de tu ingenio.
Mientras yo en la pocilga, engullo los restos que me echan y engordo satisfecho, hasta el día que me lleven al matadero. Entonces no quedará de mi paso por esta vida, más que grasiento embutido de fiambre.