Antes
de amanecer todo había cambiado, aunque Alberto no se llegó a dar
cuenta. Cuando Alex ya se despedía, consciente de la cercanía del
nuevo día, él dudó y se mantuvo junto a ella. No duró mucho,
veinte segundos a lo sumo, hasta que la realidad se señoreó de su
presa. Alex dejó de respirar incrédula, él estaba con ella. Fuera,
la alarma martilleaba sus oídos, recordándole que ya era la hora
pero siguieron juntos un instante interminable. No supieron hacer, no
acertaron a decir , tan sólo se mantuvieron unidos, mirándose en lo
más profundo de los ojos. Alberto se aferraba a un sueño y no
quería despertar.
Finalmente,
taladrados los tímpanos por el despertador, volvió hasta su cuerpo,
a su habitación, al mundo cotidiano que había intentado ignorar.
Incorporándose, apagó la alarma, se frotó los ojos hinchados y
sentado en calzoncillos al borde de la cama, miró desorientado la
realidad. Del recuerdo de Alex sólo quedaba una bruma de telarañas,
algo vago e impreciso que cosquilleaba en su cabeza.
Era
miércoles diecisiete de Abril, una nueva jornada. Otro día de
rutina colmando las horas del mismo Alberto de siempre. Asistió a
todas las clases, tan sólo a primera hora, se escaqueó con Raúl
para desayunar en la cafetería. No estuvo maravillado con nada, ni
alumbró ideas geniales. Conversaciones repetidas, gracias ya reídas,
las caras de siempre, el mismo deambular según los horarios
establecidos. A la tarde, como siempre que podía, quedó con Ana.
Absolutamente normal, ni tensiones ni peleas, tampoco la intensidad y
la pasión de los primeros encuentros. Simplemente estar juntos,
hablar y pasear cogidos de la mano. Miraron escaparates, tomaron una
coca-cola
en
un bar y analizaron la cartelera del cine. Luego la acompañó hasta
la residencia para despedirse y volvió al barrio por el atajo
habitual. En casa, cenó una tortilla francesa viendo la televisión
con sus padres: una película sobre policías honrados y malos
malvados. Ya aburrido, fue el último en ir a dormir. En su cuarto
fumó el poco hachís que le quedaba, escuchando música con los ojos
perdidos al otro lado de la ventana.
Gastado
el día, pensativo entre las sombras, repasaba los objetos
familiares, fetiches del amor electrodoméstico. Se sentía cansado.
Durante todo el día le había rondado un afán secreto de volver
retomar las fantasías que dejó incompletas en algún punto del
subconsciente. Abrió torpemente las sábanas para meter las piernas:
recuerdos gratos le susurraban en el oído, historias inconexas que
brotaban de lo más hondo de su cerebro. Anidó la cabeza en la
almohada, masticó saliva reseca de añoranza, los párpados se
cerraban buscando, autómata, la postura más cómoda.
-¡Mi
amor! gritó Alex saltándole al cuello. Le apretó contra sí y él
hundió la nariz en el pelo rojizo, aspirando el suave aroma a
melocotón. El gusto de saberse cerca, reconociéndose palmo a palmo.
Se besaron, se miraron embobados largo rato, sonrisas cómplices, una
mirada empalagosa como una canción de amor. Súbitamente un
recuerdo, vuelve con fuerza, ella se separa y le mira con ojos
brillantes de emoción, musitando sin poder creerlo: Te quedaste
aquí. Él, sujetándola por las caderas recordó, afirmó con la
cabeza y sus cuerpos temblorosos volvieron a pegarse piel contra
piel. Al despegarse empezaron a hablar, se interrumpían, callaron,
comenzaron de nuevo a un tiempo y guardaron silencio. El lenguaje
quedaba corto: Siempre estaremos juntos; pensaban.
Las
horas de la noche fueron cayendo una sobre otra, cada beso era el
último y por si acaso un adiós anclado en la mirada. Los labios se
cerraban en torno a la lengua que juguetona exploraba senderos de
piel. Poesía en un torrente de caricias, desde la yema de los dedos,
sobre la piel erizada; sexo tempestuoso, saliva, sudor y semen.
El
pitido de la alarma les sorprendió con el canto de cada mañana, aún
desnudos. Imploraron: -Todavía no, cinco minutos más. Subía de
volumen, se cagaba y se meaba en sus ruegos. Cada vez más cercano,
más insistente, más descorazonado, Alex quiso desafiar las leyes
del mundo y atrapó firmemente la cabeza de su amante entre los
brazos, también él prefirió la felicidad y la inocencia, pero
despertó creyendo que aún la abrazaba.
El
despertador se burlaba de sus lágrimas; lo apagó y, triste sin
saber desde cuando, se frotó los ojos con el dorso de la mano. Miró
el reloj, de nuevo era demasiado tarde para él. Se rascó la
coronilla con fuerza, observando extrañado el mundo, desde un país
de sábanas y colcha arrugada. Se rascó la coronilla con fuerza,
chasqueó los labios y el olvido fue ácido con el recuerdo de una
fantasía amada. Fumó un cigarro matutino, sin concentrarse en nada.
Apagada la colilla, los hombros hundidos, mirando el cadáver humear
agonizante en el cenicero. Incorporó el cuerpo con pesadez, encaminó
los pies, desnudos sobre las frías baldosas del pasillo, hastala
bañera plantado bajo el agua caliente. Salió de la ducha y en el
espejo, entre nubes de vaho, se descubrió los ojos hundidos entre
ojerassueño atrasado y se prometió una buena siesta.
Después
de seguir el ritual universitario, con la mirada ausente y un
silencio colgado de los labios, volvió a casa, agotado de arrastrar
el cuerpo sin ganas por las horas de la mañana. Su madre aún no
había vuelto, no regresaría hasta tarde. Calentó unas sobras en el
microondas que engulló tirado delante de la tele. Se meció en
brazos de la modorra con un cigarrillo entre los dedos. Hacía calor
para ser abril, los párpados echados y el murmullo televisivo
acunándole. Al undécimo bostezo Alex le encontró sin poder
creerlo, le tomó de la mano y él correspondió con una sonrisa.
Tras
mirar picarona a ambos lados, se abalanzó al cuello para
mordisquearle cariñosa, él se dejó hacer. Tomó la cara sonriente
entre las manos y la besó. Nuevos recorridos de la lengua
traviesa que le exploraba. Él cubrió con sus manos, a pinceladas,
cada centímetro de piel, provocando escalofríos a los largo de la
espalda electrificada. Se desnudaron impacientes, se buscaron torpes
y apresurados, se mordieron, se arañaron, se encontraron enredados
como cables y, elevando gemidos al cielo mientras el deseo escalaba
desde las profundidades. Sonrojados y jadeantes se vieron
interrumpidos. Alberto se revolvió enfadado cuando su madre fue a
avisarle: Ana estaba al teléfono.
Sin
llegar a despertar fue informado de los planes de ella: ir a tomar
café con unas amigas. Zanjó la invitación con un grosero: -No, ya
te llamaré. Al colgar vio a su madre en la cocina preparando
lentejas. -Ya era hora que despertaras. Gutural la voz del
inconsciente volvió hablar con autonomía -Vuelvo a la cama, estoy
cansado. Ella suspiró mirando al techo, refunfuñando para sí
recriminaciones para el hijo. Él fue a la habitación sin
hacer caso. Entre las sábanas, Alex le esperaba desnuda.
Temblorosos, se hundieron hasta el vértigo en el placer, olvidando
el sentido de las palabras.
A
la mañana siguiente Alberto se encontró mirando el techo exhausto y
con ojos ensoñados. Suspiros cansados como lamentos y el reloj
avisando que ya era mediodía, y él seguía tumbado. El sol se
filtraba entre las cortinas verdosas inundando de paz y belleza el
cuarto. Tardó en darse cuenta de que estaba pegajoso, se miró a sí
mismo y suspiró fastidiado. Fue a la ducha. Luego, al sacar las
sábanas sucias, descubrió, un hilo rojizo prendido del almohadón.
Lo tomó curioso entre los dedos, era un pelo caoba al que no podía
encontrar cabeza. Demasiado largo para ser de Ana, además ella era
morena, y su madre rubia como él, también lo llevaba más corto ¿De
quién podía ser? El inoportuno restallar del teléfono le sacó de
sus deducciones: Raúl desde la facultad, los de medicina organizaban
una sangriada a la hora de comer. Alberto se rascó la coronilla
dubitativo, quizás una buena borrachera, llevaba demasiados días
sintiéndose perdido. Acabó aceptando sin titubeos. Vestido con lo
primero que encontró a mano, salió dispuesto a beberse el mundo.
Después
de varios litros, la sangriada se convirtió en otra noche de viernes
arrasando con las copas en los bares, empalmando un cacharro con otro
hasta que mezcló el vómito con el trago. Alcoholizado y ridículo,
ya era hora de volver a la cama. Mientras, Alex esperaba impaciente a
la hora habitual. Extrañada por la tardanza, se entretenía . No
sabía que Alberto llegó a casa de madrugada, demasiado borracho
para tenerse en pie, que cayó a la cama babeando entre hipos y
resoplidos, que intentó desnudarse pero no pudo y quedó vestido en
la cama sin sábanas, roncando aliento a whisky de garrafa, no sabía
que Alberto fue asaltado por extrañas pesadillas pobladas de gordos
cantores de ópera y boquerones en vinagre como alfombra.
A
la mañana siguiente, con una resaca criminal, Alberto se propuso
madurar y dejar atrás los sueños. Mientras su querida ilusión,
caía olvidada en algún rincón del subconsciente llorando con pena.
Sergi Colom 2011
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